
Amo a un fantasma. Amo a un recuerdo. Amo, porque olvidarlo es aún más doloroso que amar. El miedo me consume por el simple hecho de escribir esto. Amo a un ser etéreo, inexistente, muerto. La propia palabra me tensa la piel. Muerto. Muerto, como nuestro amor. Es la lucha de mi mundo con el suyo y el eterno sollozo de quien nunca se decide a echarse a llorar. Lágrimas de desesperación absoluta que hacen que aprietes las mandíbulas, que agarrotes tus manos, que cierres los ojos con tanta fuerza que duela. ¿Duele? Te lo mereces. Ahora puedes autoflagelarte por todos tus errores, porque ha muerto. La pérdida de un ser querido es posiblemente una de las experiencias más traumáticas de la vida. El cuerpo se te congela, entras en estado de shock. Quieres negar la realidad, salir de ahí, y mandar al puto psicólogo a la mierda por su jodida terapia de choque. Porque vives en el recuerdo. Y te está matando.
Quieres añadir la última cicatriz a tu vida. La única que perdurará en tu cuerpo y no en tu espíritu. Una cicatriz visible (o no) que nunca tendrás que sanar, porque después, no habrá nada. Desearías soñar. Dormir y soñar. Soñar para poder completar tu vida, aunque sea en una mentira. Porque no puedes afrontar la pérdida. Es un grito tan silencioso que aterra, un llanto tan imperceptible que asusta. No asumes el momento, ni la situación. ¿Cómo vas a hacerlo? No puedes. Mejor el recuerdo. No quieres siquiera intentarlo, porque sabes que eso te matará, como a él. Y alguien tiene que ser fuerte. Pero es tan difícil cuando arrancan una parte de ti...
Lamería su sangre, cerraría sus heridas con mis manos, mataría y daría mi vida, si con ello renaciese. Sacrificaría cada pensamiento, cada sentimiento, cada principio, es pos de su felicidad. ¿Te castañea la mandíbula? Te jodes. "Ahora aguanta y sé fuerte". Y lo haré. Aguantaré porque en un momento impreciso de mi vida, e inubicable, se lo prometí. Y no importa qué valor tenga esa palabra, porque yo le doy un valor muy superior a la vulgaridad de la promesa. Pero ha muerto. Y yo lo estoy negando. Lo niego porque sé que un resquicio de su alma sigue viva. Por muy pequeño que sea. Y eso me hace llorar. Incapaz de asimilar algo tan horrible.
El corazón se me ha hecho microscópico, y el shock aún fluye por todas las conexiones de mi cuerpo. Me aterra abrirle al mundo mis sentimientos, no los merecéis. Pero es por él. Y él sí lo merece. Por cada momento de felicidad que me dio, por cada abrazo que marcó en mi espalda. Por cada palabra de aliento, por cada lágrima, por cada sonrisa. Lo merece por todo, y por más.
Te odio vida. Te odio. Él se ha ido, y tú lo único que me brindas son noches iguales, pensativa, donde un ente invisible trae su recuerdo y me encorvas la espalda, tensas mi cuello y dificultas mi respiración. Para morir un instante, con él. "O los dos o ninguno". Y viendo la situación, lo único que puedes hacer es llorar. LLORAR. Algo que todos sabemos que no sirve de nada.
No volverá. Persigo un recuerdo. Pero mi alma me dice que luche, que luche con todas mis fuerzas por lo que no será. Porque él vuelva. Porque vuelva aquella persona que simplemente escuchándome sabía calmar mi angustia. Porque vuelva la persona que más especial me ha hecho sentir jamás. La persona, la gran persona, con la que he vivido tantas cosas y a la vez tan pocas... Maldita vida, maldita tú, maldita la distancia que has impuesto desde siempre.
Culpabilidad. Esa palabra navega por mi mente como un rótulo fosforescente, fustigándome. Porque me lo merezco. Por el daño que le hice. Por mi frialdad. Por todo. Porque ha muerto y no he podido salvarle.
Porque yo le maté, o al menos le empujé a ello.