
Me encuentro sin rumbo en una ciudad-destino. Camino, escuchando mis pasos, respirando el sendero. Extiendo mi mano, tratando de alcanzar los tejados mientras noto como el sol se adentra en mi cuerpo, por la nariz. Me pierdo, me busco, ¿me encuentro? Noto el sentimiento en un vaivén de anestesia y potencia, un balancín cíclico. Las palabras se ponen en orden y deciden salir una por una, ya no se asfixian unas a otras, no se agolpan, ni se obstruyen. Simplemente fluyen.
No es alegría lo que me trasporta el viento, tampoco tristeza... Simplemente lo siento. Y lo más curioso es la necesidad de aislamiento a largo plazo en busca de una cura a mi propia locura.
Las ciudades pueden ser trampas mortales llenas de fantasmas del pasado. Momentos, regresos, que jamás saldrán de tu mente, y que lentamente, te van mantando por dentro. El corazón se congela, tu cabeza siente lástima momentánea de ti, y necesitas escapar. Escapar de la prisión de tu pasado y tu presente, para poder sentirte libre. Sentirte dueño de ti, y no solo, porque te tendrás siempre.
Por eso me evado entre los tejados, tratando de encontrar mi suerte. Pero aunque el corazón ahora esté caliente, la cabeza seguirá fría, y de frente.
Siempre de frente.
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