
Estaba sentado, cabizbajo, sin poderse mover en mitad de la calle. Reponiendo fuerzas. Sus oídos estaban cubiertos por las manos, a modo de recogimiento. Era un lugar transitado y él no quería reparar en nadie, pero la curiosidad le hizo abrir los ojos. Veía sólo gente. Gente, más gente, gente de todas clases, pero gente. No veía ninguna persona. Y decidió destapar sus oídos, con indiferencia, había pasado tanto tiempo sordo que aún no podía apreciar el sonido de la vida. Poco a poco fue levantándose, con serenidad... Empezó a andar, en contra de la corriente. Los demás se chocaban con él, le empujaban, le pisaban... Volvió a levantarse, aún sereno, y siguió andando. En contra. La gente seguía su paso y él dejó de permitir que entorpecieran el suyo. Anduvo y anduvo, y finalmente corrió. Corrió en contra de todo, pero a favor de sí mismo. Sentía el control de su vida, se sentía vivo, aunque las lágrimas empezasen a salir del impacto con el viento. No podía parar, ni quería, sabía que había seguir hacia delante, aunque ese "delante" no fuese el del resto. Tenía que seguir corriendo, atravesando todo. Siempre con su paso firme y fuerte. Porque quería sentirse vivo. Quería ser él, y sabía donde buscarse. Dejó de oír y ver a la gente, y siguió, las piernas dolían pero no podía cesar su camino. Todo el cuerpo dolía. Pero sabía que iba a obtener su recompensa. Siguió. Se aisló, y frenó en seco. Estaba frente al abismo. Un abismo donde siempre había caído, que siempre le había asustado. Pero esta vez no. Sonrió, y se dejó caer... Y no cayó. Descubrió lo que había más allá del abismo.